Acabo de contar a mi hija la historia de María Sarmiento y ahora duerme tranquila. A lo largo del día acabé la traducción al español de una autora consagrada. No es un buen texto. Una novela más en el vendaval de impresos que se publican con fruición a diario.

Las palabras se las llevará el viento, pero éste también traerá recuerdos. Como el aroma del azahar de los naranjos de una infancia cordobesa. Imagino la vida de la autora. Naranjos californianos, aroma de cidros en Palestina, gajos helados con vodka en un bistró parisino, chocolate belga con confitura de naranja, la coctelería neoyorquina donde solía degustar un zumo con ginebra; papel de limón para las manos, tras el sushi en Tokio. Salvoconductos para regresar a aquel primer reconfortante lugar.

Una pequeña brisa es capaz de transportar a aquel primordial momento de la infancia. Vuelvo a hacer rodar naranjas en un patio entre las sombras de los árboles. Es el mismo paraíso. No se encontrará otro por más que busque o viaje. O escriba.

No importa el lugar, ni el momento, basta un golpe de aire para retornar a aquel tiempo y espacio.

Abro la ventana y recreo la vista en las tolvaneras entre las que el viento zarandea papeles olvidados. Imagino ahora a poetas anónimos que lanzan con furia  versos en trozos de papel desde sus balcones. El aire juega a su capricho con ellos. Es solo una burla contra tanta vanidad.

Palabras y recuerdos se mecen en ese vaivén cuando ha comenzado a lloviznar. Un repiqueteo en las contraventanas ha incorporado ritmo musical al compás de memoria y ensoñaciones. Mi hija duerme arrullada por el frescor de esta noche de verano. Mañana en el parque, cuando meriende, intentaré contarle una historia de una insoportable niña llamada Escarlata.

– A Luna P.